Aquella mañana, previo a la celebración, el Señor me tenía prepara-dos unos inesperados encuentros en los que, al conocer la situación de algunas personas, llegó a mi corazón la certeza de cómo Dios consuela y conforta, aun cuando el dolor, enfermedad o limitaciones se instalan en algunas vidas. Antes de celebrar la eucaristía visité a una persona ya de avanzada edad que había sido por muchos años un gran médico en mi pueblo, cre-yente y exalumno salesiano en Salamanca. Una de las figuras de las que oía hablar por mis padres. Respondiendo a la invitación de su hija, me encontré con un hom-bre de fe que me decía que solamente pudo dar como médico algo de lo mucho que había recibido de Dios, y que ahora, con una enfermedad pesada, solo le pedía que lo preparara para el encuentro con Él. Era tal su convicción y paz, que me fui a celebrar la eucaristía habiendo recibido ya mi dosis de ‘buena palabra al oído’. En la eucaristía me encontré a un joven de no más de 32 años que a causa de un accidente vive desde hace años en silla de ruedas. De mi joven amigo me impresionan la serenidad, sonrisa y alegría que viven en su corazón; las mismas con las cuales participa en la eucaristía de cada día y con la que recibe al Señor. Este joven tendría seguramente todo a favor como para renegar de “su mala suerte”, o incluso, peor aún, podría culpar a Dios de ello, pues solemos hacerlo cuando algo nos supera. Pero no, sencillamente vive sin compadecerse de sí mismo y agradeciendo el don de la vida, aun en silla de ruedas. Incluso, ha ido con su madre a la India para tomar contacto con los más pobres. Al final de las celebraciones, cuando lo veo, siempre nos saludamos y sus palabras son de agradecimiento, pero soy más bien yo quien debiera agrade-cerle por su grandísimo testimonio de vida y fe en el Señor.