Responsable del Hospital San José de Viedma, extendió el círculo de sus pacientes alcanzando, con su inseparable bicicleta, a todos los enfermos de la ciudad, sobre todo de los más pobres. Manejaba dinero, pero su vida era paupérrima: para el viaje a Italia con motivo de la cano-nización de Don Bosco tuvieron que prestarle ropa, sombrero y maleta. Era amado y estimado por los enfermos y médicos que ponían en él la máxima confianza y se abandonaban a la influencia que brotaba de su santidad: «Cuando estoy con Zatti no puedo dejar de creer en Dios», exclamó un día un médico que se había autoproclamado ateo, porque para Zatti cada enfermo era Jesús mismo. Cuando un día sus superiores le recomendaron no admitir más de 30 pacientes, se le escuchó murmurar: «¿Y si el 31° paciente fuera Jesús mismo?». El testimonio de Artémides como verdadero y cotidiano buen sa-maritano, misericordioso como el Padre, era una misión y estilo que involucraba a todos aquellos que de alguna manera se dedicaban al hospital: médicos, enfermeros, auxiliares, afanadores, religiosas y voluntarios que donaban tiempo precioso a quien sufría.